miércoles, 17 de octubre de 2007

MARIA

María se sienta en uno de los bancos de piedra del puente. Es el peor puente de toda la ciudad, pero ella prefiere no pelear. Se acomoda las medias negras, el tapadito desvencijado de piel oscura, cruza una pierna sobre la otra y espera.

Tiene un sombrero ladeado sobre la frente, uno de esos casquetes antiguos, con un manojo de plumas azules en el costado. Los zapatos también son de otra época, pero están casi nuevos, cabritilla negra mezclada con charol, el taco altísimo y tan puntiagudo que es absolutamente comprensible tanta dificultad para caminar. En el empedrado, esos tacos se le enganchan todo el tiempo, pero ella sabe cómo conservar un andar delicado y derecho.

Puede estar horas esperando, sin que pase siquiera una persona. Y eso es justamente lo que le gusta. Sentarse en el banco de piedra y escuchar el río que se mueve constantemente, aunque parezca quieto. A veces se queda dormida y se despierta con el frío absoluto de la madrugada, ese que se le instala en los huesos y que sólo puede curar, dice, con uno de los irlandeses bien cargados que le prepara Augusto en “El caracol”.

- Estoy calada hoy... Esta vez te juro que es verdad que no siento los pies...-

Antes de sentarse, María se saca los zapatos, se pone delante de una de las salamandras y se masajea los pies despacio, para desentumecerlos. Ella nunca se sienta en las mesas, prefiere la barra y dejar el tapadito negro en el respaldo de una de las sillas altas, donde las piernas le quedan colgando, libres para balancearlas. Le gusta sentarse siempre en el mismo lugar y no tener que decir qué es lo que quiere, porque Augusto ya sabe. Augusto ya lo sabe de memoria.

Es mudo. Dicen que se quedó mudo porque su mamá se murió cuando era chico, atragantada con un caramelo, mientras veían una película de Chaplin. Y María lo adora por eso. Y por que cada vez que ella lega, él le tiene preparada una pequeña escena de comedia, casi siempre diferente.

La mejor de todas, la que a ella más le gusta, es la de la máquina de café. Enfundado en su traje de mozo, blanco y negro, con la raya bien marcada separando dos matas iguales de pelo ondeado y abrillantado con gomina, Augusto es capaz de fingir una catarata de accidentes y fracasos. Transforma la máquina en un aparato extraño, en un animal salvaje que él no puede domesticar. Ataja tazas y platos en el aire, esquiva por un pelo chorros de vapor hirviendo, se agarra los dedos con las palancas, se queda pegado al molino de café. Y a ella se le ponen rojos los cachetes de tanto reírse y se le achinan los ojos, increíblemente azules.

A veces se queda hasta las nueve o diez de la mañana, a veces se va más temprano, depende de cuánto trabajo haya tenido durante la noche. Con la luz del sol se le nota más que es chiquita, que la ropa le queda grande, que está demasiado pintada. Y es casi patético verla saludar desde la puerta, otra vez trepada a los tacos inmensos, inmanejables.

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