miércoles, 17 de octubre de 2007

MONJAS

Las tres monjas están en la cocina del convento. Es un recinto inmenso y todo lo que hay allí parece de dimensiones exageradas: los muebles, los utensilios, las cacerolas, el horno de pan que hay en el fondo.

Son las cinco de la mañana y aunque afuera hace mucho frío, gracias a ese horno que ya está encendido, el clima de la cocina es muy cálido.

Sobre la mesa de madera están todos los ingredientes preparados, separados en tres montones. Y, cuando empiezan a trabajar, cada una sigue, más o menos, la misma secuencia: primero tamizan la harina, después hacen un hueco en el medio, agregan la leche, los huevos y la levadura y amasan el bollo de a poco.

Tienen las mangas arremangadas y los puños de los trajes negros cubiertos por un cubremangas blanco, igual que los delantales. Las alas del tocado, ligeramente curvadas hacia arriba, les dan un aire gracioso. El silencio absoluto del lugar se corta sólo por los ruidos de las masas golpeando sobre la mesa.

La del medio, que es la más gorda, lleva puestos unos anteojos de marco grueso y es la que se maneja con más velocidad. La de la izquierda, flaca y demasiado alta y de nariz ganchuda y mentón retraído, tiene que encorvarse sobre la mesa para trabajar y parece estar buscando siempre la aprobación de la de anteojos que, cada tanto, le dedica una sonrisa.

La de la derecha es petisa y morruda, de cuello corto y quijada cuadrada, y pretende hacer todo mas rápido de lo que puede, lo cual, sumado a su propia torpeza, parece dificultarle bastante la tarea. Bufa constantemente y tiene toda la cara manchada de harina.

Las otras dos se echan unas miradas cómplices y se sonríen cada vez que ella se le cae un tenedor o se le rompe demasiado un huevo. Pero cuando la chiquita las mira, aparentan un aire serio y reconcentrado.

Arman los bollos de pan, cada una a su tiempo y los ponen en bandejas enormes que van a parar al fondo del horno. Los bollos de la petisa son los últimos y los más deformes y cuando intenta meter su bandeja se quema la mano con una de las brazas que hay acumuladas al costado. Lanza un gritito retenido y corre a la canilla para mojarse la quemadura. Las otras dos, que ya están por la segunda tanda de masa, se ríen sordamente, pero ella las escucha. Es inevitable escucharlas en medio de un silencio tan perfecto. Se acerca a ellas con la cara enrojecida, les clava una mirada furiosa y pega un golpe sonoro en la mesa con el puño cerrado. Las otras dos se quedan inmóviles y la miran consternadas mientras ella se saca torpemente el delantal que tira al piso antes de salir de la cocina dando un portazo.

La de anteojos mira a la otra golpeándose la sien con el dedo índice y diciendo que no con la cabeza y siguen amasando.

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